En la introducción de la edición de Cátedra de Sin rumbo, realizada por Claude Cymerman, se señala en la página 26, que Cambaceres (el nuestro, no el caricaturizado de su hermano) se negó a ser abogado por falta tanto de vocación como de necesidad de ingresos (debido a su situción económica privilegiada).
Cambaceres cuenta esta experiencia en los prólogos a otra de sus obra Potpourri. Silbidos de un vago, de 1882, una obra que levantó mucha polémica en Argentina por el retrato irónico de la vida burguesa.
El Proyecto biblioteca digital argentina contiene este texto, donde podemos leer la obra completa, incluidos los prólogos. De ellos extraigo varias citas que nos dan una pequeña muestra del humor, la vida y la irreverencia del autor:
Una mañana me desperté con humor aventurero y, teniendo hasta los tuétanos del sempiterno programa de mi vida: levantarme a las doce, almorzar a la una, errar como bola sin manija por la calle Florida, comer donde me agarrara la hora, echar un bésigue en el Club, largarme al teatro, etc., pensé que muy bien podía antojárseme cambiar de rumbos, inventar algo nuevo, lo primero que me cayera a la mano, con tal que sirviera de diversión a este prospecto embestiador, ocurriéndoseme entonces una barbaridad como otra cualquiera: contribuir, por mi parte, a enriquecer la literatura nacional.
Para que uno contribuya, por su parte, a enriquecer la literatura nacional, me dije, basta tener pluma, tinta, papel y no saber escribir el español; yo reúno discretamente todos estos requisitos, por consiguiente, nada se opone a que contribuya, por mi parte, a enriquecer la literatura nacional.
Francamente, le jeu n´en valait pas la chandelle.
El que crea encontrar en las páginas de este libro estudios serios, fruto de una labor asidua, debe, desde luego, cerrarlo sin más vuelta.
No quiero ni puedo hacer nada serio.
El más pequeño esfuerzo intelectual me postra.
Vivo por vivir, o mejor: vegeto.
Perdidas en medio de mis muchos defectos, tengo algunas buenas dotes. Poseo, por ejemplo, un fondo innegable de honradez; por eso es que nada prometo, desde que nada puedo dar.
Ya saben ustedes, pues, a que atenerse.
Mi excelente madre se empeñaba en hacer de mí un abogado.
Amándola con delirio, no me sentí con fuerzas bastantes a contrariar su voluntad, sagrada para mí, y estudié derecho.
Entendámonos.
Más que vida de estudio, fue la mía, vida de placeres y de holganza.
Mimado por mis padres, con dinero a discreción y el libre arbitrio más absoluto, frecuentaba los salones, teatros y paseos, mientras las Pandectas, las Partidas y los Cánones yacían en lastimoso y polvoriento olvido.
Esto duraba diez meses.
[…] La vergüenza de una posible reprobación hacíame reaccionar de tal manera que, durante los dos meses restantes, dedicaba ocho y hasta diez horas diarias al estudio, lo que me permitía presentarme a las pruebas finales y salir airoso de ellas.
Pero, ¡ay! ¡lo que así se gana, así se pierde! Dos meses antes del examen no sabía nada, pero dos meses después… tampoco.
[…]
Una mañana de invierno fría y gris como el spleen que me dominaba, me levanté resuelto a poner fin a mis males con un remedio brutal. Cerré con llave las puertas de mi estudio; pegué sobre ellas el letrero siguiente: «Cerrado por causa d’embêtement», y procedí, enseguida, a repartir mi clientela entre mis condiscípulos más pobres y más famélicos, como se reparte la carne del manso buey en las jaulas de fieras y aves de rapiña de los jardines de aclimatación.