En el anterior post hablamos de la persona real en la que se basa el Max Estrella de Luces de Bohemia. Pero el protagonista de Valle no es el único personaje que inspiró. También Pío Baroja lo plasmó en una de sus obras.
Como en Luces de Bohemia, Sawa aparece disfrazado de otro nombre, en este caso Villasús, personaje que aparece en dos ocasiones en El árbol de la ciencia. La primera vez ocurre en el capítulo «Las moscas», donde un grupo de jóvenes borrachos y Andrés Hurtado (protagonista) deciden seguir la fiesta en casa de Villasús que:
era un pobre diablo, autor de comedia y de dramas detestables en verso. El poeta, como se llamaba él, vivía su vida en artista, en bohemio; era en el fondo un completo majadero, que había echado a perder a sus hijas por un estúpido romanticismo
En el resto del capítulo los amigos del protagonista se aprovechan del poeta como un Latino de Hispális o una Pisa Bien y «el pobre imbécil no notaba la mala voluntad que ponían todos en sus bromas».
La segunda aparición del personaje tiene lugar casi al final del libro, en un capítulo titulado «La muerte de Villasús». Al hacer una visita como médico, piden a Hurtado que visite un enfermo, un loco: Villasús. «La situación lamentable en que se encuentra es un tiembre de gloria de su bohemia. ¡Pobre imbécil!». A los pocos días moría. Aquí tenéis el resto del capítulo, donde aparecen escenas muy similares a las de Valle, como la hija en shock, la catalepsia, una viejo de melena y cojo (¿Valle? ¿Don Latino?) y alguien de la funeraria que no sabe si llevarse o no llevarse el cadáver:
Los inquilinos de los cuartuchos le contaron que el poeta loco, como le llamaban en la casa, había pasado tres días y tres noches vociferando, desafiando a sus enemigos literarios, riendo a carcajadas.
Andrés entró a ver al muerto. Estaba tendido en el suelo, envuelto en una sábana. La hija, indiferente, se mantenía acurrucada en un rincón. Unos cuantos desarrapados, entre ellos un melenudo, rodeaban el cadáver.
―¿Es usted el médico? ―le preguntó uno de ellos a Andrés con impertinencia.
―Sí; soy médico.
―Pues reconozca usted el cuerpo, porque creemos que Villasús no está muerto. Esto es un caso de catalepsia.
―No digan ustedes necedades ―dijo Andrés.
Todos aquellos desarrapados, que debían ser bohemios, amigos de Villasús, habían hecho horrores con el cadáver: le habían quemado los dedos con fósforos para ver sí tenía sensibilidad. Ni aun después de muerto, al pobre diablo lo dejaban en paz.
Andrés, a pesar de que tenía el convencimiento de que no había tal catalepsia, sacó el estetoscopio y auscultó el cadáver en la zona del corazón.
―Está muerto ―dijo.
En esto entró un viejo de melena blanca y barba también blanca, cojeando, apoyado en un bastón. Venía borracho completamente. Se acercó al cadáver de Villasús, y con una voz melodramática gritó:
―¡Adiós, Rafael! ¡Tú eras un poeta! ¡Tú eras un genio! ¡Así moriré yo también! ¡En la miseria! , porque soy un bohemio y no venderé nunca mi conciencia. No.
Los desarrapados se miraban unos a otros como satisfechos del giro que tomaba la escena.
Seguía desvariando el viejo de las melenas, cuando se presentó el mozo del coche fúnebre, con el sombrero de copa echado a un lado, el látigo en la mano derecha y la colilla en los labios:
―Bueno ―dijo hablando en chulo, enseñando los dientes negros―. ¿Se va a bajar el cadáver o no? Porque yo no puedo esperar aquí, que hay que llevar otros muertos al Este.
Uno de los desarrapados, que tenía un cuello postizo, bastante sucio, que le salía de la chaqueta, y unos lentes, acercándose a Hurtado le dijo con una afectación ridícula:
―Viendo estas cosas dan ganas de ponerse una bomba de dinamita en el velo del paladar.