El reino de este mundo, Alejo Carpentier

Información básica:

Novela corta (unas cien páginas) del autor cubano Alejo Carpentier, publicada a finales de la década de los 40.

¿De qué habla?

El libro cuenta la historia de Haití desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX de la mano su protagonista: Ti Noel. Desde su trabajo como esclavo en la finca de un señor francés (el Haití colonia francesa), la revolución, la independencia y los nuevos regímenes que se forman. En un libro corto se mezclan América, Europa (Francia y España) y África; Haití, Cuba y Santo Domingo; la libertad y la esclavitud; el antiguo régimen, la revolución y la traición; el siglo XVIII y el XIX; la naturaleza y el ser humano; la historia, el mito y la literatura; el vudú y el cristianismo.

¿Lo mejor?

El mensaje adulto y realista de la historia y la vida. En esta novela no se vende ninguna utopía, no hay una salida fácil, las viejas promesas acaban fracasando o siendo venenosas y hay que combatirlas y encontrar nuevas soluciones. Y todo en un entorno que a un lector europeo le resulta exótico a la vez que histórico.

¿Lo más difícil?

Te puedes sentir algo confuso con ciertos detalles del trabajo en la granja o con los caballos. Son pocos y poco importantes.

Por otro lado el lector que espere una clásica estructura de introducción, nudo y desenlace se verá algo defraudado. Como ocurre con otras obras históricas llevadas de la mano de un protagonista, puede resultar algo aleatorio el punto de arranque y el punto final. Pero es que en la vida real no hay estructuras de introducción, nudo y desenlace.

¿Me lees un trozo?

Detrás del Tambor Madre se había erguido la humana persona de Mackandal. El mandinga Mackandal. Mackandal Hombre. El Manco. El Restituido. El Acontecido. Nadie lo saludó, pero su mirada se encontró con la de todos. Y los tazones de aguardiente comenzaron a correr, de mano en mano, hacia su única mano que debía traer larga sed. Ti Noel lo veía por vez primera al cabo de sus metamorfosis. Algo parecía quedarle de sus residencias en misteriosas moradas; algo de sus sucesivas vestiduras de escamas, de cerda o de vellón. Su barba se aguzaba con felino alargamiento, y sus ojos debían haber subido un poco hacia las sienes, como los de ciertas aves de cuya apariencia se hubiera vestido.

Otro más:

Pero lo que más asombraba a Ti Noel era el descubrimiento de que ese mundo prodigioso, como no lo habían conocido los gobernadores franceses del Cabo, era un mundo de negros. Porque negras eran aquellas honrosas señoras, de firme nalgatorio, que ahora bailaban la rueda en torno a una fuente de tritones; negros aquellos dos ministros de medias blancas, que descendían, con la cartera de becerro debajo del brazo, la escalinata de honor; negro aquel cocinero, con cola de armiño en el bonete, que recibía un venado de hombros de varios aldeanos conducidos por el Montero Mayor; negros aquellos húsares que trotaban en el picadero; negro aquel Gran Copero, de cadena de plata al cuello, que contemplaba, en compañía del Gran Maestre de Cetrería, los ensayos de actores negros en un teatro de verdura, negros aquellos lacayos de peluca blanca, cuyos botones dorados eran contados por un mayordomo de verde chaqueta, negra, en fin, y bien negra, era la Inmaculada Concepción que se erguía sobre el altar de la capilla, sonriendo dulcemente a los músicos negros que ensayaban un salve. Ti Noel comprendió que se hallaba en Sans-Souci, la residencia predilecta del rey Henri Christophe, aquel que fuera antaño cocinero en la calle de los Españoles, dueño del albergue de La Corona, y que hoy fundía monedas con sus iniciales, sobre la orgullosa divisa de Dios, mi causa y mi espada.

Y otro:

El rey Christophe subía a menudo a la Ciudadela, escoltado por sus oficiales a caballo, para cerciorarse de los progresos de la obra. […] A veces, con un simple gesto de la fusta, ordenaba la muerte de un perezoso sorprendido en plena holganza, o la ejecución de peones demasiado tardos en izar un bloque de cantería a lo largo de una cuesta abrupta. Y siempre terminaba por hacerse llevar una butaca a la terraza superior que miraba al mar, al borde del abismo que hacía cerrar los ojos a los más acostumbrados. Entonces, sin nada que pudiese hacer sombra ni pesar sobre él, más arriba de todo, erguido sobre su propia sombra, medía toda la extensión de su poder. En caso de intento de reconquista de la isla por Francia, él, Henri Christophe, Dios, mi causa y mi espada, podría resistir ahí, encima de las nubes, durante los años que fuesen necesarios, con toda su corte, su ejército, sus capellanes, sus músicos, sus pajes africanos, sus bufones. Quince mil hombres vivirían con él, entre aquellas paredes ciclópeas, sin carecer de nada. Alzado el puente levadizo de la Puerta Única, la Ciudadela La Ferrière sería el país mismo, con su independencia, su monarca, su hacienda y su pompa mayor. Porque abajo, olvidando los padecimientos que hubiera costado su construcción, los negros de la Llanura alzarían los ojos hacia la fortaleza, llena de maíz, de pólvora, de hierro, de oro, pensando que allá, más arriba de las aves, allá donde la vida de abajo sonaría remotamente a campanas y a cantos de gallos, un rey de su misma raza esperaba, cerca del cielo que es el mismo en todas partes, a que tronaran los cascos de bronce de los diez mil caballos de Ogún. Por algo aquellas torres habían crecido sobre un vasto bramido de toros descollados, desangrados, de testículos al sol, por edificadores conscientes del significado profundo del sacrificio, aunque dijeran a los ignorantes que se trataba de un simple adelanto en la técnica de la albañilería militar.

¿Donde lo consigo?

En muchos sitios: bibliotecas, librerías, etcétera. También hay muchas ediciones electrónicas, aunque muchas de ellas no contienen los últimos capítulos.

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